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Un paraíso en la costa
Por Terry Tomalin
Fort De Soto Park
Cuando el sol comenzó a aparecer por el Fort De Soto Park sobre el puente Sunshine Skyway, con los dorados soportes de su estructura refulgiendo en la luz matinal, eché un vistazo a mi reloj y me percaté de que no tenía tiempo que perder.
Son las 6:35 de la mañana, y gran parte de la ciudad aun duerme, pero yo tengo una misión que cumplir. Dispongo de unas 14 horas de luz solar y estoy decidido a determinar cuánto puede uno divertirse antes de que el sol se oculte en el Golfo de México.
Durante 25 años he vivido, trabajado y jugado a lo largo de la costa de Florida’s Beach, y me parece conocer cada cañada, parque, playa y bahía como si estuviera en mi propio traspatio. No obstante, de vez en cuando me gusta salir y explorar, para observar con una óptica nueva este lugar al que llamo hogar.
“¿Por dónde quieres empezar?”, me pregunta Jim Wilson, el jefe de guardaparques de este parque, que muchos consideran como la verdadera joya del sistema de parques del condado. “Puedes nadar, pescar, montar bicicleta, caminar, remar… en fin… puedes hacer todo lo que desees”.
La gente viene de todas partes de Estados Unidos para disfrutar de las millas de suave arena de las playas desiertas de Fort De Soto. El Dr. Stephen Leatherman, conocido como Dr. Beach, con frecuencia coloca a Fort De Soto en su lista de las Diez Mejores Playas de EE. UU.
“Estuvimos dos años en el lugar No. 2’’, afirma Wilson, quien manifiesta haberse propuesto nunca abandonar este oasis isleño a menos que no tenga otra opción. “Siempre hemos pensado que contamos con todo lo necesario para ser No. 1.”
En el mes de mayo del año 2005, Wilson vio su deseo hecho realidad cuando Leatherman le otorgó su beneplácito a Fort De Soto y declaró al parque del condado como la “Mejor playa de Estados Unidos”.
Más de 2,7 millones de personas visitan cada año este parque de 460 hectáreas de extensión; sin embargo, el lugar es tan grande que usted no tiene que preocuparse por el gentío.
Comencé el día corriendo por East Beach y pasé junto a una pareja de caminantes, un hombre y una mujer de Connecticut, quienes dijeron haber venido aquí por primera vez en 1963, en ocasión de su luna de miel, y desde entonces siempre habían tratado de regresar.
Yo he estado aquí durante casi 200 días (corriendo, patinando, observando las aves y practicando windsurf), y aún no he agotado todas las posibilidades.
En el verano, voy a North Beach para pescar róbalos mientras se desplazan por el Bunces Pass. En otoño me encanta tirar mi kayak en las aguas protegidas de Mullet Key y explorar las vías acuáticas flanqueadas por manglares de los 4 kilómetros del sendero para canoas.
En invierno, cuando llegan los vientos del norte, levanto mi tienda de campaña en algún punto frente al mar de los 238 sitios dedicados al campismo familiar, enciendo la parrilla de carbón y procedo a asar las melcochas, más conocidas como “marshmallows” hasta que ya no pueda comer más.
Luego, cuando vuelve a llegar la primavera, subo a mi tribu al SUV y nos dirigimos a “The Lagoon” en North Beach para disfrutar viendo a mis pequeños jugar en las piscinas naturales y me digo: “Caramba, como pasa el tiempo”.
El tiempo… vuelvo a mirar mi reloj y veo que ya son casi las 10 a.m. Se necesitarían días, tal vez semanas, para experimentar todo lo que Fort De Soto nos ofrece. Pero ya me he demorado demasiado. Le había prometido a un amigo que me encontraría con él a unos pocos kilómetros de Weedon Island Preserve.
Weedon Island
Durante casi 2.000 años, las personas han disfrutado de este fragmento de paraíso escondido en las costas de Tampa Bay. En 1924, un arqueólogo de la Smithsonian Institution encontró hermosas obras de cerámica decoradas por las que se dio nombre a toda una “cultura”. En la actualidad, existe un modernísimo Centro Cultural y de Historia Natural que cuenta la historia de los primeros habitantes de Weedon Island, así como los senderos naturales y entablados que atraviesan los manglares, donde puede sentarse en solitario durante horas, con un libro o las aves del lugar como única compañía.
Sin embargo, mi amigo (Darry Jackson) y yo hemos determinado reunirnos en el lugar donde se tiran las canoas al agua y deslizar nuestro Kevlar de 17 pies por las aguas poco profundas para espantar a una enorme corvina roja que ha estado alimentándose de cangrejos en el frondoso lecho marino.
“Veamos cuántas aves diferentes podemos contar”, dijo Jackson mientras desenfundaba sus binoculares. “Allí hay una espátula rosada, una garza rojiza, una garza azul…”
Mientras Jackson seguía añadiendo especies a la lista, observé una estela como la que podría dejar un minisubmarino desplazándose justo debajo de la superficie, y señalé hacia un delfín con nariz en forma de botella que nadaba por entre una apertura en medio del manglar. De repente, el delfín giró y, con un gran barrido de la cola, lanzó un salmonete al aire. No bien el pez había tocado agua nuevamente, cuando otro delfín saltó y lo atrapó entre sus poderosas mandíbulas.
“¿Viste eso?”, le pregunté a Jackson. “Parece que se están divirtiendo”.
Ya casi es mediodía y mi estómago ha comenzado a gruñir. Nos detenemos a la sombra de un manglar, bebemos agua fría embotellada y comemos un delicioso sándwich de mantequilla de maní y jalea. Mientras permanecemos sentados en silencio, detecté una araña bananera tejiendo su telaraña entre dos ramas. Unos metros más abajo, dos cangrejos corretean entre las raíces de los mangles, como si estuvieran enfrascados en una especie de ritual de apareamiento, o tal vez simplemente jugando a las escondidas.
Ya ha transcurrido una hora desde que comenzamos a remar por los seis kilómetros de trayecto y aún no hemos visto a otro ser humano. Por un instante comienzo a preocuparme. ¿Habremos tomado un rumbo equivocado? Pero pronto deseché ese pensamiento. Hay cosas mucho más terribles que perderse en el paraíso en medio de una perfecta tarde de primavera.
Entonces, al doblar de una esquina, veo el sitio para el lanzamiento de las canoas.
“Tenemos que apurarnos” le digo a mi amigo. “Aun tengo que hacer otras dos escalas”.
Weedon Island ha permanecido prácticamente intacta durante 2.000 años, de manera que sé que tendré mucho que explorar cuando regrese la siguiente semana.
Caladesi y Honeymoon Islands
Ahora, con mi kayak en el techo de mi SUV, me dirijo hacia el norte, a Dunedin y a los parques estatales de Honeymoon y Caladesi Islands. Estos parques, separados por una estrecha franja de agua llamada Hurricane Pass, cuenta con algunas de las mejores playas de Florida.
A Honeymoon (Luna de Miel), bautizada así porque otrora fue un escondite para los recién casados, se puede llegar en auto desde el continente. Resulta un destino favorito para los observadores de aves y para quienes gustan de caminar por la playa, ya que se puede recorrer el lugar durante horas con la arena y el mar como únicos acompañantes.
Sin embargo, a Caladesi Island, otra de las playas preferidas de Dr. Beach (clasificada No. 2 en los años 2006 y 2007), sólo puede llegarse en embarcación privada o en trasbordador público. En un fin de semana típico, la marina con 108 atracaderos, generalmente está repleta de embarcaciones de placer que han llegado para disfrutar de las famosas arenas blancas del parque. Sin embargo, el resto de la semana las playas y los caminos están, por lo general, vacíos.
El trasbordador parte regularmente desde la cercana Honeymoon Island, pero yo no tengo tiempo que perder. Así es que arrastro mi kayak y dejo que se deslice en el agua. La marea alta me lleva hacia los marcadores del canal que conducen al área de descanso de Caladesi.
El cruce toma menos de una hora, de manera que estoy adelantado y puedo detenerme a merendar. Mientras como, recorro un sendero natural de 4 kilómetros que atraviesa enormes pinos y robles que tienen 100 años de antigüedad. Ando al tanto de las serpientes cascabel (esta isla tiene su cuota), y ni cuenta me doy de que el helado comienza a derretirse en mi mano.
Regreso y tomo un atajo hacia la playa. Al cruzar sobre las dunas, miro y no veo a nadie en 100 metros a la redonda.
Tengo que tomar una decisión… de manera que me dirijo al agua, me enjuago las manos y observo una pareja de róbalos descansando despreocupados a apenas un metro de mis pies. El agua está especialmente transparente en esta tranquila tarde de primavera.
De manera que me recuesto, descanso mi cabeza en la arena y dejo el resto del cuerpo sumergido en el agua. Cuando vengo a darme cuenta, tengo a un pequeño niño parado sobre mí con una pala de arena.
“Estabas roncando”, afirma.
“Lo siento”, le contesto.
Entonces, me percato de la hora… son las cuatro y media y aún me queda una escala por hacer antes de finalizar mi recorrido. Corro hacia mi kayak y remo de regreso a Honeymoon Island.
Por suerte, la marea está de mi parte nuevamente, y el viaje de regreso es más fácil de lo que pensaba. Después de enjuagarme rápidamente bajo una ducha de agua dulce, me cambio de ropa y me acordono las botas de caminar.
Brooker Creek
Aún me quedan tres horas de luz solar, más que suficiente para caminar por Brooker Creek.
Esta reserva natural, un área silvestre de 3.440 hectáreas acres ubicada en el extremo nororiental del área de St. Petersburg/Clearwater, Brooker Creek conserva en gran medida el mismo aspecto de hace 150 años, cuando los “crackers” de Florida habitaron estas tierras.
La cañada que da nombre a la reserva desemboca en el cercano lago Tarpon, uno de los mejores diez lagos del estado para pescar truchas. Gran parte de la reserva son bosques de pinos y pantanos de agua dulce. Sin embargo, también hay algunos caminos para practicar la equitación y caminar, así como un nuevo centro educativo que es uno de los preferidos de los escolares de la localidad.
Comienzo mi caminata en el extremo final de Lora Lane. Este sendero es de aproximadamente tres kilómetros de largo y recorrerlo en su totalidad toma casi una hora y media. Mientras paseo por entre los pinos y los bosques de árboles maderables, estoy al tanto de la presencia de animales.
Brooker Creek es el hogar de dos especies de zorros, coyotes, mapaches, marsupiales, venados de cola blanca y nutrias de río. Una hora antes de la puesta del sol resulta un instante mágico en el bosque, ya que los animales del día dan paso a las criaturas de la noche.
Esta reserva natural, protegida de los urbanizadores en el condado más densamente poblado de Florida, es un excelente lugar para visitar y descansar mentalmente. De manera que decidí permanecer sentado, recostado a un sólido pino y dedicarme a escuchar.
Primero escuché un crujido, casi imperceptible al inicio, pero que cada vez se hacía más fuerte. Tal vez se trataba de un lince en busca de alguna sabandija de cola corta. Permanecí callado, pero no escuchaba más que mi propia respiración.
El crujido se había detenido y pronto descubrí el motivo. El armadillo no sabía qué hacer con este extraño animal que había encontrado en el bosque.
De manera que dejé a este acorazado habitante del bosque y me dirigí a mi punto de partida. Ya el sol se está poniendo y miro mi reloj. Es hora de irse, pero me marcho sabiendo que regresaré otro día.
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